El Sísifo peruano y la rebeldía
¿Qué culpas políticas cargamos?
El pesimismo filosófico incapacitante es un lujo que el peruano promedio no puede darse.
Por Ybrahim Luna
El pesimismo filosófico incapacitante es un lujo que el peruano promedio no puede darse. Hay que parar la olla a diario en uno de los países con mayor informalidad de la región. Es más práctico un pesimismo light que no afecte las estructuras del sistema. De esta forma se puede renegar de la clase política sin llegar a la jaqueca o a la movilización permanente. Con esta estrategia civil -tácita, por supuesto- se ha arribado a un verdadero acuerdo nacional: “el estado de las cosas no va a cambiar”, “luchar no da resultados”, y “podemos quejarnos desde casa”.
Aunque, claro, siempre existirá la esperanza de poder cambiar el guion de esta mala película. Y ya lo hicimos una vez, por supuesto. Pero luego de cada batalla ganada, de todo el esfuerzo por impedir que el fujimorismo vuelva a tomar las riendas del poder, siempre elegimos mal o somos traicionados por nuestros falsos héroes, los que apuñalan con cinismo nuestra fe en el cambio. Nos apuñalan con la propia daga que les otorgamos, porque de eso se trata más o menos la democracia en los últimos tiempos. De tal modo que en Perú la esperanza está casi extinta, en UCI, deambulando entre las promesas huecas de outsiders que nunca fueron de izquierda (o de izquierdas desfasadas) y los vaticinios neuróticos de derechas carroñeras.
Pero no todo está perdido, porque del caos puede surgir el orden, y de la abulia la creatividad.
Podemos vivir preguntándonos en qué momento de nuestra evolución cultural se fracturó la idea de nación, …si acaso en la caída del incario, en la independencia peruana concedida por extranjeros, en las miserias de la Guerra con Chile, acaso en los golpes de Estado y dictaduras, o podemos poner manos a la obra para limpiar la casa desde dentro. Suena utópico en el país de las distopías, pero de vez en cuando debe estar permitida una pausa de optimismo autoinfligido.
En la mitología griega, el astuto (¿y despiadado?) rey Sísifo pagó cara su osadía de delatar y engañar a los dioses para evitar su muerte. Estos lo sentenciaron a cargar una roca colina arriba, que por su gran peso se le caía de las manos y rodaba cuesta abajo justo antes de que el condenado alcanzara la cima, obligándolo a descender y reiniciar su labor una y otra vez a pesar de estar viejo y ciego. Su castigo era realizar un trabajo absurdo y desmotivador por el resto de la eternidad
Afortunadamente el novelista y filósofo francés Albert Camus llegó al rescate. Y lo hizo a través de su famoso ensayo de 1942, Le mythe de Sisyphe (El mito de Sísifo). Es imposible resumir en un párrafo la postura regeneradora de Camus con respecto al mundo, pero podemos hacernos una idea general de las premisas de esta obra.
El absurdo es la permanente pregunta del “¿para qué?” sin respuesta. Es la nada como origen y final. Se puede entender al absurdo como la desesperada búsqueda de sentido a lo que no parece tenerlo: esa lucha entre la pretensión humana de “ser” y la irracionalidad salvaje del todo. Esta desarmonía entre el acto de existir y el silencio de lo que nos rodea genera consciencia de la miserable condición humana a la que solo le espera la muerte. Y es que en realidad somos irrelevantes ante la imponencia del vacío, ni hablar de nuestro papel funcional en la mecánica del universo.
Ante esta situación, una de las salidas planteadas por el hombre racional es el suicidio físico. Pero el suicidio también es el absurdo, la victoria del absurdo. Además, es una renuncia a la existencia sin lucha alguna.
La idea es convivir con esta condición a cuestas. Aunque muchos lo hacen recurriendo a un salto de fe, a un conjunto de creencias para darle sentido a sus aspiraciones de bienestar. Lo que constituye una solución religiosa que a la larga sería una evasión y un suicidio filosófico. Si solo huimos del absurdo escapando de la racionalidad, sería un sacrificio intelectual innecesario, porque cuando Sísifo -según Camus- es consciente de su castigo, y lo asume con entereza, deja de ser atormentado por el castigo y lo cumple sin un “¿para qué?”; incluso puede disfrutar de su condena.
La verdadera salida es aceptar el absurdo, entiéndase afrontarlo con dignidad y entereza, mejor dicho, aceptarlo para seguir viviendo. Y esto a través de tres principios: la rebeldía, la pasión y la libertad. La rebeldía nos hará aborrecer el absurdo, rebelarnos contra él, con la dignidad humana de no acabar con nuestras propias vidas. La pasión es necesaria para estar presentes en el hoy, decididos y sin mayores divagaciones. Y la libertad la necesitamos para no ser esclavos de burdos designios, y para diseñar un ¡para qué! en nuestras vidas.
Escribió Albert Camus que: “Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos”.
El Sísifo peruano no es del todo consciente de que los poderes políticos se aprovechan de su condena que es cargar cuesta arriba una gran roca hecha de pasado y miedos, haciéndolo asumir que así son las cosas. Pero cuando el Sísifo peruano descubra el valor de su libertad, tendrá la potestad de rebelarse contra el castigo y desde la cima, con pasión y alegría, edificar una nueva nación, unida y joven, que cambie las cosas que nosotros ya no podremos.