"CARNES", un cuento de Ybrahim Luna
Todas las sangres se le vienen a la cabeza y se le escapan como indios danzantes por la nariz y la boca. El hombre, que ya no es más que un péndulo de pensamientos, se ahoga, pero no se queja, mantiene la dignidad. Dale en las piernas a este cholo, dice excitado Cristobal, mientras se toca la erección que le culebrea por un bolsillo.
La noche cae pesada sobre Liriobamba, y en un pedazo de realidad, en una hacienda, el capataz Encarnación baja las escaleras de un sótano y siente las risas de sus amos y un fuerte olor a bigotes de diablo como azufre intenso, toda esa pólvora quemada que flota como niebla. Aprieta algo entre sus manos y espera que todo termine. Ya no siente nada, es un hombre sin pesadillas ni pena, ni nada de consuelo. Un zancudo le pica el brazo y lo aplasta indiferente; entonces otro trueno allá abajo como grito de loco para futuras limpias con lejía y harto ácido muriático.
Atilio, ese joven rondero que estudió en la universidad y que no saludaba quitándose el sombrero ni agachando el espinazo cuando los patrones pasaban, piensa si esto ha de terminar pronto o si su madre verá su cuerpo deshecho sobre un petate, o si habrá forma de liberarse de la cuerda que lo ata por los pies y lo tiene de cabeza viendo al revés a esos señores con sus carabinas antiguas.
Inhala y exhala como un toro herido para poder vivir un poco más, para no ahogarse en un vaso de agua como le decía su padre; su taita, que se levantaba con el alba y se acostaba con las últimas sombras. El ser más fuerte que alguna vez conoció y que le enseñó, en las peñas alejadas, a percibir el rastro de la niebla y de los zorros, tanto como la preparación espiritual para recoger los pasos de uno, porque nadie es eterno en esta vida, le decía. Y Atilio pensaba que esa era la mejor herencia que un hombre bueno le podía dejar a sus hijos, el aprender a recoger sus pasos dignamente. Y lo recordaba mientras recorría su historia personal.
Pero retorna el dolor.
Atilio mira la viga de la que cuelga por los pies, y espera al menos fregarles la tarde a los hacendados dándoles un cabezazo o escupiéndoles un diente en los zapatos, pero por más que lo intenta no puede, y cualquier ensayo le presiona más los tobillos que están a punto de estallar por la presión de las sogas, al igual que sus muñecas atadas a su espalda por un nudo muy fuerte.
Ahí viene otro disparo, es el gordo de Alberto, el más torpe de los banqueros y el más vivo para los chistes de cornudos. Torpe incluso para sostener la escopeta, torpe para caminar hacia atrás y adoptar la pose de cazador, torpe para cerrar los ojos y errar otra vez. El joven rondero Atilio pierde una oreja; pero, ¿qué es una oreja estando a las puertas del horno?
A pesar de su impericia, Alberto no es poca cosa. En sus mejores épocas recibió varios premios nacionales por su trayectoria como economista y administrador, y el rescate del gobierno cuando su banco estuvo a punto de naufragar. Eso sí, ni en las peores crisis dejó de pagarse como gerente, haciéndolo en cuentas extranjeras de preferencia. Con su piel rosada y sus orejas puntiagudas era el engreído de las abuelas.
El capataz Encarnación no se arrepiente de haber engañado durante décadas a los dirigentes de la indiada, de la que está más allá de la hacienda. No se arrepiente de haberlos traído y de haberlos preparado como pavos para la cena de los señores. Porque ellos se lo merecen, cree. Qué es eso de venir con la política, con el internet y las protestas y demás cojudeces por aquí. Porque todos esos que hablan raro y bonito malogran el negocio y hay que cortarlos de raíz. No se arrepiente de ser verdugo mientras mira las fotos que lleva entre las manos: son todos sus familiares, cobrizos como él. Nadie te salió blanco, se dice para sus adentros. Pero sirviendo a los amos, puede que algún día me acepten como uno de los suyos, sueña.
Gustavo y Alberto ya tuvieron su turno. Ahora le toca al galanazo de José María, minero y dueño de un diario nacional, alto y de porte noble como un caballo blanco. Incluso pide permiso: no es nada personal, compadre, es solo deporte. Su escopeta es la más lujosa y siempre la trae en un estuche carmesí para estas ocasiones. Jamás tomaría un arma ajena para tan delicado arte. A ver, dice, te gustaría que esto acabe de una vez o la seguimos de largo, tú dirás, hermano. “Como verás, soy un hombre piadoso…piadosamente deportivo”, y con lo dicho se descose de risa la audiencia. Ya pues di algo, dirigiéndose a Atilio, el joven rondero a quien se le ocurrió organizar la primera protesta por un verdadero catastro de tierras para ver cuáles eran herencia de la comunidad y se debían reclamar a los hacendados.
Pero Atilio, la carne que cuelga del techo, no puede hablar porque su boca es una mazamorra de astillas. "A la mierda, te la perdono", y, como trueno bajo el agua, un impacto en el hombro y un calambre universal en el alma del joven rondero que se queja bajito ya.
José María proviene de una familia que hizo fortuna con la bonanza que produjo el guano. Estudió en Argentina y Chile, fue geólogo, periodista y también deportista, ganó varias carreras de autos en la década del ochenta.
Ya acábala de una vez, dice piadosamente Marco, el agrónomo que hizo fortuna con una exitosa cadena de restaurantes que llevó la comida andina a todos los continentes. Marco se acerca con su revólver brillante con cacha de madera, y de un solo trueno en la frente acaba con el sufrimiento de la carne colgante.
Los hombres han limpiado sus armas y bebido algo de pisco. Luego, han ordenado que les preparen un asado en la casa de campo de la hacienda, ubicada a decenas de metros del sótano. La noche cae y Cristobal, Alberto, José María y Marco siguen discutiendo sobre política en un salón cálido lleno de chucherías exóticas traídas de varios países. Le han ordenado al capataz Encarnación hacer su trabajo y deshacerse de todo. Ya lo recompensarán adecuadamente.
Ha llegado la madrugada y todo es perfecto; todos duermen: algunos sobre los muebles, otros en los cuartos para invitados; todos descansan, menos Atilio, esa carne sangrante y ya sin sogas que se arrastra desde la muerte misma hacia la casa de campo para cobrar venganza, dejando atrás el cuerpo frío del capataz Encarnación que murió de miedo al ver un hombre libre.
Atilio se incorpora y camina firme hacia la hacienda. Sus heridas dejan pasar la luz de la luna. No está muerto ni vivo, solo está decidido. Es una noche fresca…