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El Diablo como identidad secreta de Dios

"En el Libro del Destino / inscribiste todo el mal / y todo el bien / que esperabas de mí / en esta existencia”. (Omar Khayyám)

Publicado: 2014-04-14

Por Ybrahim Luna

Un feligrés le pregunta al padre de su parroquia ¿por qué Dios creo al Diablo? Y el padre le responde ¿y quién te dijo que el Diablo fue creado? 

Es probable que el Diablo, al igual que Dios, siempre haya estado allí, porque, en buena cuenta, ambos serían la misma entidad simbólica.

No se pretende aquí replantear postulados teológicos ni inducir a teorías conspirativas respecto de la fe. Tan solo analizar lúdicamente desde la más sana curiosidad, y a través de diversas interpretaciones culturales, una nueva versión sobre la mayor encarnación de nuestros miedos.

En la mitología griega, Prometeo, movido por su amor a los hombres, “…les regala el tesoro del fuego sagrado, aunque para ello se haya visto obligado a robárselo al propio Zeus, quien le hace pagar de forma terrible su generosa contribución a la humanidad, ordenando a Mercurio que lo precipite en el Tártaro y lo encadene en la cima del Cáucaso, donde durante cientos de años un buitre le devoraría las entrañas, las mismas que se regenerarían para continuar con el suplicio eterno. Los hombres también recibieron su castigo con el Diluvio”.

Pero Hércules dio muerte al buitre y Zeus perdonó a Prometeo.

Desde entonces el mito de “Prometeo Encadenado”, gracias a Esquilo, el gran dramaturgo griego, representa “la imagen viva del espíritu luchando con la materia inerte, como la razón en pugna con la fuerza, como la personificación de lo grande y elevado contra lo bajo y rastrero”.

Prometeo no sólo es condenado por el acto del robo en sí, sino por la osadía de compartir la razón -esa sabiduría reservada a los dioses- con los simples mortales, movido únicamente por el amor.

Desde las primeras teorizaciones respecto a la dualidad del Bien y el Mal estaban presentes y emparejadas las nociones de la Razón y el Salvajismo, del Control y de los Instintos más primarios.

Entendiendo que el hombre que se dejase guiar por sus instintos se guiaría básicamente por el mal, y el hombre que actuara cobijado por la razón sería alumbrado por la antorcha del bien. Dios estaría, entonces, en el discernimiento y el equilibrio, y el Diablo en los instintos que sólo buscaran satisfacerse.

En el Edén, el paraíso de la flacidez y la desconexión, Dios prohíbe a Adán y a Eva -los primeros humanos según las creencias judía, cristiana y musulmana- probar del fruto del árbol del conocimiento bajo riesgo de muerte. Pero ¿por qué un padre que ama a sus hijos les negaría la luz del conocimiento? ¿Qué riesgo podrían correr los humanos de ser dueños de sus propios actos?

Dios plantea la prohibición como una subrepticia invitación a la desobediencia. No existiría tal tentación si no existiese la necesidad de transgredirla. Y es que no existían necesidades en el Paraíso, recuérdese. ¿Para qué la necesidad de controlarse? Pero ya que los primeros humanos poseían la pureza de la más conspicua ignorancia, salvo para revolotear como hippies en el verde jardín, fue necesario que apareciera un ente que adoptase el papel de disociador y facilitador, a riesgo de ser condenado eternamente por tal acción.

Satanás, el ángel caído (“Lucifer (del latín lux: ‘luz’, y fero: ‘llevar’: portador de luz”), expulsado al Caos por rebelarse contra Dios, aparece en el Edén en forma de serpiente para tentar a Eva a probar del fruto del Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal y así extender el “pecado mortal” a Adán y a la humanidad futura.

La figura simbólica de Satanás es probablemente la del primer indicio de razón propia después de Dios. Su rebelión -toda rebelión- requirió de un conocimiento que se oponga a otro. Satanás fue dotado de razón antes de que Adán y Eva pecaran de desobediencia.

Satanás (Lucifer, cuando era el ángel más bello) es la imagen del hijo caído y castigado por rebelarse contra el Padre, similar a la de Prometeo condenado por robar el fuego sagrado de su dios supremo, Zeus.

Ambos pecaron de discernimiento y de intencionalidad personal, ya sea por envidia o por amor: ambas características muy humanas.

Algunas religiones, tradiciones o doctrinas (Yezidismo, Luciferismo, Gnósticos) consideraban a Lucifer como una entidad positiva, libre de oscuridad, que “se rebeló contra Dios para darle a la Humanidad la sabiduría, (y que luego) Dios lo perdonó y restauró como su ángel predilecto”.

Por ello, si Dios hizo una invitación subrepticia a la desobediencia, Satanás sólo fue un vehículo de ese plan que buscaría, principalmente, el despertar del hombre a la razón, y a todas sus aristas, ventajas y desventajas. Esa serpiente pudo ser el mismo Dios que, a pesar de su deseo de protección a sus hijos amados, tuvo que darles el empujón para que dejasen el nido y se enfrentasen a la realidad, con el inmejorable regalo del conocimiento como luz guía.

Dios practicó el libre albedrío en su más desprendida expresión, le dio al hombre la libertad de darle espalda.

No se podría entender un amor sincero si el mismo Padre hubiese creado a los humanos y al amor en forma perfecta para mantener un sistema jerárquico basado en una conducta inconciente, repetitiva y eterna. ¿Qué padre desearía que sus hijos lo amen por el cumplimiento de un mandato judicial o automático?

Bajo la deducción de que Dios es Todo y que ni un cabello se mueve sin su voluntad, entonces el mismo Dios creó el equilibrio a través de la razón, materializando el peso contrario de la balanza en una entidad o actitud que proviniese de Él mismo. Dios puede ser el otro lado del espejo, habiendo creado por ecuación matemática “el Mal”, que nosotros podemos elegir, evitar o combatir. Por ejemplo, ¿Judas fue tentado a actuar con traición, o tenía una misión que cumplir a través del más doloroso de los sacrificios? ¿Tras Judas estaba Satanás o el mismo Dios?

Borges, en su cuento Tres versiones de Judas (Ficciones – 1944) hace una disertación literaria interesantísima sobre a la equivalencia de los órdenes complementarios:

“El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús”.

En la excelente novela de William Peter Blatty, “El Exorcista” (The Exorcist), en un receso del exorcismo de Regan, un sereno padre Merrin le explica a un fatigado y desesperanzado padre Karras:

“- Y, sin embargo, incluso de esto, de mal, vendrá el bien. De algún modo. De algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. –Merrin hizo una pausa-. Quizás el mal sea el crisol de la bondad –manifestó-. Y tal vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para cumplir la voluntad de Dios.”

En algunas religiones y creencias se considera la no existencia del Diablo, explicando la maldad como el nivel de lejanía de uno con respecto de Dios. Eso asume que la oscuridad también proviene de Dios, pero que nosotros tenemos la libertad de elegirla o no, gracias a que poseemos la virtud del discernimiento.

La figura mítica del Diablo fue la identidad secreta de Dios. Luego el hombre adoptó e hizo suya esa figura para justificar su debilidad y alimentar los miedos propios y ajenos. Así el hombre le dio cuerpo y consistencia (y cuernos y cola) a lo que para Dios solo era una idea de complementariedad.

Las posesiones demoníacas son parte del juego simbólico. La idea de ser “poseídos” nos asusta, nos aterra, nos aleja del Mal y nos acerca a Dios. El Mal encarnado tiene muy mala publicidad al perder casi siempre en los exorcismos. Lo que hace realmente el Diablo, a través de ese juego macabro, es poner a prueba nuestra fe, fortalecerla y difundirla, como a través de los Santos, por ejemplo, tantas veces tentados cuando eran simples hombres y tantas veces vencedores. Los demonios son tan inferiores a la sola presencia divina, como cuando le suplicaron a Cristo quedarse, por lo menos, dentro de una piara de cerdos antes de desbarrancarse.

En resumen, la idea de un Padre jugando con su propia sombra para asustar a su niño y atraerlo a sus brazos protectores.

En un sentido diferente, para el padre Gabrielle Amorth, conocido como el exorcista oficial del Vaticano, el Diablo existe, y existe como entidad personificada e individualizada, y no como un simbolismo de la maldad humana. “El diablo es un espíritu creado por Dios como ángel,…y los ángeles fueron sometidos a una prueba de obediencia en la que Satanás, que era el más esplendoroso entre los espíritus celestes, se rebeló”. El padre Amorth, movido por su inagotable experiencia, va más allá de lo conceptual y ha expresado su preocupación porque la mayoría de padres y obispos no creen en la existencia del demonio como un Ser, por lo tanto no realizan exorcismos o nombran exorcistas para los casos que los requieran. Y al no cumplir con lo que está previsto por el derecho canónico, según Amorth, estos hombres de la iglesia están incurriendo en pecado mortal. “Quien no cree en el demonio no cree en el evangelio”, sentencia.

En 1966, en la ciudad norteamericana de California, el músico, mago y escritor ocultista Anton Szandor LaVey fundó la Iglesia de Satán, con un concepto totalmente alejado de la percepción popular de los grupos satánicos. La filosofía de Anton LaVey nada tiene que ver con sacrificios de cualquier tipo, humanos o animales, o la adoración de la figura mítica de un Diablo con cuernos y tridente. La postura de LaVey es más bien una feroz crítica al cristianismo, al que acusa de “ser una plaga en la tierra que atemoriza, reprime y no deja pensar a millones de personas”. En la Iglesia “mágica y simbólica” de LaVey se cree en Satán “como la representación de la inteligencia y la humanidad en la Tierra y se refiere a su descripción como mito, en la que Satán era un ángel de Dios y pensó por sí mismo y se rebeló contra Él.” El mismo Anton LaVey se convirtió en un icono dentro de la cultura popular norteamericana.

La Iglesia ortodoxa y conservadora ha jugado un papel “curioso”, por decir lo menos, en el desarrollo de la razón como identidad de la sociedad moderna. Durante mucho tiempo sometió todo asomo de pensamiento independiente, persiguió a los librepensadores hasta la misma hoguera, sumió a la humanidad en una época de oscurantismo, creó un sistema contra el progreso e impuso límites al conocimiento para mantener un régimen opresor basado en creencias. La razón entonces tenía un dueño: La Iglesia. Y esa razón estaba basada en los férreos dogmas de una fe ciega.

Tuvieron que transcurrir varios siglos para que el Renacimiento terminase con la oscuridad imperante en la Edad Media, reactivando el conocimiento y su difusión.

Sin embargo, la evolución nos muestra un lado más sugestivo de las teorizaciones teológicas. El hombre adquirió la razón a través de millones de años, y ésta le sirvió para avanzar de una manera vertiginosa en su desarrollo como sociedad y especie. Pero es esa misma razón la que ha llevado a la humanidad a un extremo de alcances irreversibles.

¿Será la razón nuestra herramienta de autodestrucción? ¿Debimos llegar a este nivel de conocimiento tras bajar de los árboles?

Cuando destruyamos el planeta en el que vivimos quizá nos preguntemos si hubiese sido mejor que nos ocultasen eternamente El Fruto del Conocimiento.

¿Prometeo y Lucifer -o el mismo Dios- nos entregaron el fuego de la razón que ha de terminar incendiándonos?

***

NOTA.- Por otro lado, vale recordar aquí la singular anécdota de un hombre que soñó que hablaba con Dios y que le pedía permiso para ser agnóstico, y que Dios se lo otorgaba diciéndole que estaba en todo su derecho gracias al libre albedrío. Ese hombre fue agnóstico gracias a Dios.

Según la RAE, agnóstico es lo perteneciente o relativo al agnosticismo, o sea a la actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende a la experiencia.


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